LABERINTO: anatomía del presente de Marino González Montero
Empezaré por decir que me siento un poco como el Minotauro Asterión del cuento de Borges, ese que espera como agua de mayo que llegue Teseo para morir a sus manos y librarse del laberinto que habita. Morir sería aquí dejar de darle vueltas a este texto insomne que, te pongas como te pongas, no se deja, ni por pienso, habitar del todo.
Pero también se siente uno Teseo queriendo llegar al centro del laberinto de Dédalo/de Marino para encontrarse allí con su particular Minotauro (todos tenemos uno o más) y librarse de él dándole/dándose muerte – como si la muerte también pudiese ser un don – O, si esto no fuera posible, bailando, al menos, un bolero muy triste con él.
Y también, a qué mentir, me siento hilo de Ariadna, uno más entre tantos hilos (o lecturas) posibles, como parte de esa telaraña de lectores y actores que cubre como otro laberinto este – de hilos, vidas, palabras, madres madeja y padres desnortados – que ha traído como-un-espejo-al-mundo-Marino (así, sin comas, todo sentido, como le gusta a él).
Menudo lío… este del que la vida pende.
La cosa vino como vino, que diría el flamenco Morente. Un poco como la misma trama o telaraña de la obra. Estaba yo con mis martes y mis jueves, y la diosa Fortuna disfrazada de Marino (o al revés) me saco a bailar con sonrisa maliciosa, a mi, a un pintamonas, para que hablara con esto y aquello de lo que no se puede hablar (es así de Gran Cabrón a veces)… Para más inri, hace un par de días, y tal como escribe en su obra, me preguntó aquí la diosa (Marino) si tenía algo que preguntarle, y yo, con sangre de mercurio en las venas, le dije que para qué, que a mi qué me importa (como le gusta decir a él), y que ya si eso me metía yo en mi propia cabeza y veríamos – hoy – si entraba o no entraba en trance. Solo le pregunté por Juan Muñoz, el escultor que aparece citado al principio del texto, y que dicen que dijo esto y aquello – tan socorrido, por lo demás, en el mundo del arte – de que si se explica o comprende la obra, la obra pierde interés. Pues vaya
Pues estamos listos. No podría estar yo en el uso de la palabra y estar del todo de acuerdo con esto de Juan Muñoz. El arte, este texto es… (ya empezamos otra vez, tú te lo has buscado…)… Este texto, el arte es…
… Un hablar para hablar, un tener que hablar, un tener que hablarlo. El silencio es cosa de jipis y de místicos – y a saber cuál de ellos va más ciego para lo que importa ver – . El silencio – no hay que callarlo más – está sobrevalorado. Aunque no tanto como lo están las imágenes. Como todo el mundo sabe y ha olvidado hasta la más humilde de las palabras vale más, dice más, que mil imágenes. Malpadecemos hoy un mundo medievalizado, abrumado, conmovido de imágenes, de imágenes fabricadas para analfabetos, impacientes, caprichosos, que a fuerza de tanta imagen se han olvidado, paradójicamente, de imaginar, que es lo que, en el universo de las imágenes, más se parece (imaginariamente) a pensar. Por esto me gusta la atrevida y extemporánea apuesta que hace Marino, en sus obras dramáticas, por el decir, por el texto, por la palabra. No hay ninguna máscara – es decir, ningún decir, ningún lenguaje – más potente y rico que el de la palabra. Esto apenas merece discutirse (porque para discutirlo no habría, tampoco, nada más potente y certero que las palabras). Lo hemos visto y, sobre todo, oído en otras obras suyas: el teatro de Marino no se rebaja a construirse con menos que con ellas; lo demás (los cuerpos, los objetos, las luces, la música, los silencios e incluso los magníficos actores que las encarnan) también importa, pero justo y solo para hacer resonar y restallar las palabras.
… Por cierto, en la palabra, ya sabéis, hay una vieja guerra o polémica interna, con la que no os vamos a aburrir – a no ser que queráis – , y que forma parte del laberinto en el que vivimos, es decir, en el que hablamos y pensamos (pensar: ese hablar que es hablar dentro de la cabeza). Esta guerra es la controversia entre el verso y la proposición, la metáfora y el concepto, el poema y el argumento… Al principio era el Verbo (el logos), dice el evangelio de Juan. Vale. Pero Marino piensa que Dios era poeta, y su verbo el fruto de visiones padecidas. Y yo que era filósofo, y su verbo el arma para capturar ideas. Que Marino piense lo que piensa dice mucho de la primacía del pensar. Que muchos otros filósofos de rabiosa actualidad den la razón a Marino, también. La posmoderna teoría de que el mito es la raíz de toda teoría está hoy en la cartelera de los mitos en vigor.
En lo que sí creo que estamos de acuerdo (y más que lo estaríamos si el se dejara llevar en el baile del concepto como yo con el jaque-mate de sus tangos) es en que el arte y el teatro son un medio y no un fin, una escalera y no un cielo, un laberinto y no una dirección…
Pero ojo al parche, aunque no sepamos por dónde ni por dónde no (dice otra vez Morente), no hay mediación (por infinita que sea) que no apunte a un CENTRO, ni escalera que no reitere (esto y aquello, esto y aquello, esto y aquello…) UNA misma forma en el tiempo, ni laberinto que carezca de LEY, REPETICIÓN, ARMONÍA por secreta que sea. Y donde hay armonía, ya saben los músicos, hay fuga, libertad, creación.
… El arte, sobre armonía, es fuga, creación. Creación que es “sisifante” (desopilante invención de Marino) descubrimiento de la misma ausencia siempre: de lo que, como nos dice Marino en este texto, es y no es esto y aquello, ayer y mañana, martes y jueves, hombre y mujer… Ser y no ser: esa es la naturaleza de los seres; de los seres que creen, ingenuamente, que uno y uno son dos, cuando todo el mundo sabe (pero ha olvidado) que uno y uno solo puede ser el mismo uno, un-uno (un-dos es imposible), un uno, claro está, indualizable, indecible, inderivable, indudable, impensable (y así hasta el infinito).
… Por ello, el arte de Marino, cuando es todo lo borde que puede ser nos deja, así, al borde del lenguaje. Del suyo de artista, del lenguaje de la imaginación, que cuando se viste de buen teatro es el de la imaginación enmascarada de razón, es decir, de diálogo (tal como todo teatro es ilustración de un teorema, palabras ambas de una misma raíz – theáomai: mirar, contemplar – , todo dramaturgo es… un dialéctico impaciente)… Más allá del borde del arte (que son el teatro y la poesía – las formas estéticas, respectivamente, del diálogo y la nóesis platónica – ) solo quedan los puentes del concepto, el diálogo puro y el absoluto mediodía de la intuición sin sombra (toma metáfora nietzcheana para tratar de lo que ya no admite trato ni tratado alguno)… El arte, pues, es el eros, aquel tipo de manía, decía el meta-salido y borde de Platón, por el que anhelamos la verdad (que, como todo el mundo sabe pero ha olvidado – nos dice Marino como si fuera la diosa de Parménides – , es puro es, absoluto presente, y poco o nada tiene que verse con el tiempo ni con el espacio, es decir, con la pobre aritmética y la geometría de los seres que creen en dos o en Dios creador – que es lo mismo que dos pero con una i/y de por medio; ya saben, uno Y uno – ) imaginándola. El arte – y el teatro – decía Platón en Fedro, es ese tipo de locura erótica (entre la dionisíaca y ritual, y la apolínea y profética) por la que, uno tras otro, esto y aquello, imaginamos todos los cuerpos temblando de amor al unísono, bajo la misma FORMA, en UN solo laberinto, en el espejismo infinito de las imágenes…
… Hablando de espejismos, en este arriesgadísimo texto de Marino os encontraréis, nos encontraremos, todos, como en una galería de espejos, como en aquel cuento genial de Achille Campanille (“Solo por toda la eternidad y animal”). Por ese laberinto andará el autor, revolviéndose entre la moderna concepción del creador genial a imagen y semejanza de sí mismo (de un lado), y la más clásica y certera idea del poeta entusiasmado, del démon inspirado por lo innombrable (del otro lado). Ya lo veréis aquí, decantado, reflejado en la obra como un ángel de la muerte que va por nosotros (pero no temáis, pues solo mata lo que ya está muerto: uno y uno, etc.)… Y, por supuesto, también nos encontramos nosotros, esto y aquello, la ilusión del dos, igualmente inspirados o endemoniados por este texto magnífico, y en el que, como desde el fondo de todas las lenguas, nos reconoceremos igualmente, especulativamente, reflexivamente, como en un espejo o reflejo frente a otro, en un laberinto, un teatro, una iglesia, una caverna, donde el encuentro – la confesión, el amor (desolado pero amor), el conocimiento – son la única y dudosa vía de salida. Como diría cierto cartel que el autor cuelga sobre algún quicio sacado del libro: “No lea usted loca, entusiasmadamente esta obra, pues podría usted (con suerte) encontrarse a sí mismo en ella”
En la obra hay muchas más cosas: una ajustada reflexión anti-reflexiva sobre el teatro, una justificada crítica a la cultura contemporánea desde los parámetros de la cultura contemporánea, un justiciero grito ateo contra el olvido de lo numinoso y sacro, una desolada y justa dosis de existencialismo, y una jonda y atemporal diatriba contra la mentira del tiempo contada en cinco actos…Y, a todo esto, en las tabernas del laberinto, un poco de Heidegger, otro de Nietzsche y otro de Sartre para beber… Y, también, esa estética propia ya de Marino por paredes y patios. Una estética que trae el halo del viejo teatro del absurdo, del actor descarnado y confeso de Grotowski, de la textualidad sublime y canalla de Jean Genet, del teatro clásico que el autor (traductor de Shakespeare) conoce a la perfección, y de la gran tragedia ática en la que no se muestra menos sabio y experto:
Aquí en la Tierra soñamos con un cielo que nos envía promesas en forma de azules… pero vivimos muchos y negros infiernos – Dice uno de los personajes, como si acabara de salir de la pluma de Sófocles o Esquilo – .
Pero sobre todo los todos, el texto, este texto-mundo de Marino, va de una pena, de una pena de amor (¿hay alguna otra?). De la peor de las penas. De esa pena (vuelve a decir el maestro Morente) “que es tan mala porque es una pena que yo no quisiera que se me quitara”. Una pena que ya, y aquí le doy toda la razón que quiera, solo se deja cantar.
… Entre tanto, y mientras llegan los músicos, digamos que si sobre todo es pena lo que aquí se canta, por cima de ella, sobre las espaldas del cielo, que diría ese pájaro de buen agüero de Platón, permanece aquello que nos llama a la fuga y al encuentro, al puro presente de la vida verdadera, esa que algunos poetas y filósofos invocan en negativo como ausencia y otros invocan en positivo como Dios. Esto y aquello. Uno y uno. Cosas de teólogos.
…. Así que, mientras llegan los teólogos y los músicos (los trae un tal Godot), tomad este libro como guía para volver a casa.
(A nuestra casa de verdad
que obviamente no es esta en la que tan inquietos habitamos)
… Y mientras llegan los teólogos y los músicos, precedidos de un tal Godot, y acabáis, con la luz de faro de este libro, de llegar de verdad a casa…
Y mientras todo y tanto, esto y aquello, uno y lo otro… y os olvidáis de este discurso encendido, incierto y taimado…
Que no se os ocurra, queridos, querido Marino, ir ni descansar en paz.
Ni por pienso.
Hemos dicho.
Víctor Bermúdez (profesor de filosofía y escritor)
Noviembre 2019.