La bella Magalona
No sé si harto de la cantidad de literatura mala que pasaba por sus manos o, por el contrario, estimulado por los buenos textos de otros a los que -generosamente siempre- les dio salida, lo cierto es que ya va para más de quince años que Marino González Montero decidió dejarse de zarandajas y, combinando el más que previsible miedo con su natural chulesco al que nada desazona, empezó a publicar sus propios textos. Al principio, relatos; luego esos tangos que le hervían a su perfil flamenco y luego más y más teatro –que es donde descuella- hasta que se puso serio y sacó el poetazo que lleva dentro y lo canalizó en dos títulos más que notables como son Incógnita del tiempo y la velocidad y Un estanque de carpas amarillas. Volvió al teatro, y, como vio que Plauto y Terencio se le quedaban chicos, decidió reventar la banca y se sacó una versión de La tempestad, de Shakespeare, que gustó solo en dos sitios: en España y en el extranjero. Por eso, sigue sorprendiendo, pero ya no tanto, que vuelva a meterse en pantanosos territorios ya trillados, seguro de la capacidad de otorgar nuevos aires y perspectivas a textos que gozan de una tradición más que venerable: es el caso que nos reúne hoy, esta versión suya de La bella Magalona, una obra de larguísima tradición europea desde los lejanos tiempos del siglo XII.
Ya el benemérito Pecellín -en su blog, que no en el Hoy- se hizo eco de la aparición de nuestro texto; y su probada erudición nos hacía copartícipes de los avatares de esta conocida historia. Nos avisaba de su lugar preferente en casi todas las literaturas europeas desde sus orígenes provenzales (siglo XII) hasta la época contemporánea. Nos contaba que Menéndez y Pelayo la resumió en su caudaloso estudio sobre los Orígenes de la novela (en su segundo tomo); y de las versiones españolas, el maestro Pecellín insistía en la publicada en Toledo el año 1526, que lleva por título La historia de la Linda Magalona, hija del rey de Nápoles, y del muy esforçado cavallero Pierres de Provença. O en la versión en catalán que, dos siglos más tarde, apareció en Olot, La historia del noble y esforsat Cavaller Pierres de Provença, y de la gentil Magalona, filla del Rey de Napols, y de las fortunas y trebàlls que passàren en la sua molt enamorâda vida. Más tarde, con múltiples variantes según el país de recepción, la leyenda ha dejado huellas en narraciones, poesías, pintura, música y otras artes. La que aquí nos interesa, como luego, seguramente, contará Marino, es la que, finalizando el siglo XVIII, realiza el autor alemán Ludwig Tieck, que escribe el poema romántico La maravillosa historia de amor de la hermosa Magalona y el conde Pedro de Provenza. El otro punto de apoyo de esta obra que se anuncia monumental, es el ciclo de canciones (lieder) que el gran Johannes Brahms compone, Die Schöne Maguelone, que en seguida alcanzó justa celebridad. En su momento, Brahms compuso tantos lieder como poemas tenía la obra de Tieck. Pero, eso sí, los textos de las canciones no explican lo que ocurre en la novela, y cuando se interpreta el ciclo de Brahms normalmente hay un narrador que va leyendo la novela de manera que las canciones quedan en contexto y se entiende mejor todo el asunto. Bueno pues algo parecido, pero tremendamente original, como tendrán los lectores ocasión de ver, es lo que ha hecho Marino en este “poema épico-dramático” que hoy estamos presentando.
Cuando este libro tuvo su “estreno” en Madrid, se ensayó la lectura del texto a la par que el pianista Abraham Samino y el tenor Alain Damas interpretaban las canciones de Brahms. Así es como hay que entender La bella Magalona, de Marino: como pieza de un engranaje superior del que forma parte insoslayable, como libreto de un montaje teatral que aúna música, canto, recitación y dramatización, no como una mera traducción. Pero, evidentemente, Marino no podía evitar (¿en qué quedaría su aportación, entonces?) contribuir de forma original al espectáculo y opta por centrar su texto en desarrollar cómo Pierre de Provenza (el amante), al final de su vida, cuenta a su hijo cómo se enamoró de su madre y le ofrece consejos y encargos finales ahora que el chico “A punto está de cumplir casi ciento / veinte estaciones con sus ardores / sus hielos, sus flores rojas, sus rojas / otoñadas” y son más que meros atisbos sus necesarias ganas de marchar y emanciparse. Fíjense bien en que el poema de Marino no cuenta la historia que podemos conocer por tradición: Marino hace suyo a uno de los personajes protagonistas y, en vez de presentárnoslo disfrutando de sus lances eróticos, prefiere apoderarse de él en su estado “de senectute” y, más que de un amante al uso, hacer de él, extraer de él la voz de un padre que trata de instruir al hijo acerca del camino que le espera en su vida; sin duda porque es el papel que verdaderamente le cuadra a un hombre, a un escritor, que asume en su madurez los primeros signos del inevitable declive: las circunstancias de vida propias de los que vamos llegando a esta edad.
Asumido ese rol especial y dueño ya por completo de un personaje y de una historia que reconstruye a lo largo de su poema, Marino, sin abandonar, en ningún momento, la perspectiva de la trayectoria clásica de este trabajo, decide tomarse determinadas licencias y, lo mismo que hizo con La tempestad, de Shakespeare, nos ofrece ahora una obra del todo original y propia que, salvo mantenerse fiel a algunos nombres de personajes y seguir hasta donde le interesa el hilo argumental de la leyenda, podemos leer y disfrutar como completamente nueva.
No creo, entonces, que sea pertinente resumir siquiera el argumento de la obra medieval ni las posteriores versiones que, a lo largo de la historia, se han ido realizando de la misma; entre otras cosas porque, insisto, las licencias que se permite Marino apartan su poema de lo que llamaríamos, en argot cinéfilo, “versión original”; pero, sobre todo, porque el convencimiento que guía mis palabras en esta presentación es la posibilidad de aprehender el libro de La bella Magalona como una obra perfectamente auto-sostenible, de la que podemos extraer, sin menoscabo alguno, enseñanzas y satisfacción a partes iguales y sin que el conocimiento previo de la versión primigenia aminore sus virtudes. Además, como venimos diciendo, la aportación de Marino no sólo completa una visión poliédrica de la historia, sino que la enriquece, la sobredimensiona, se vale del colchón de fondo de la peripecia más o menos conocida, para que acabemos sacando toda una lección moral y, de paso, nos solidaricemos, como he dicho hace un momento, con esta elegía de un hombre que presiente la llegada de su hora inexorable (“Ha llegado el momento / de las pérdidas”) y adoctrina, a la par que exhorta a disfrutar de su vida, a este hijo dispuesto a tomar las riendas de su propia existencia.
Quedémonos, entonces, en nuestro texto. Dividido en cuatro “estaciones” (“Prima”, “Segunda”, “Tercia” y “Quarta”, algo más extensas las pares), antecedidas de un “Preludio” no poético en el que el autor desarrolla la génesis del proyecto, y cerrándose con un breve epílogo “Vesper” (“noche” en latín), La bella Magalona de hoy forma un conjunto de casi seiscientos versos, en su mayoría endecasílabos, pero también con relativa frecuencia de heptasílabos y algún alejandrino aislado, todos blancos, sin rima, que ha de leerse como un único y emocionante poema. Y hace falta valor (o descaro) a estas alturas para atreverse a escribir y editar un poema al que se define, como dijimos arriba, como “épico-dramático”; con lo “viejuno” y hasta retrógrado que suena el concepto. Pero no hay problema; Marino es así de respetuoso y no quiere desligarse de las fuentes que lo inspiran, así que nosotros tranquilos: épico por la tradición del texto y dramático porque, como venimos advirtiendo, está destinado a la representación. Desde el primer verso –con el ostentoso “yo” justo al arranque- el lector reconoce la hondura poética de cualquier poema profunda y eminentemente lírico, como es este de La bella Magalona. Y como se trata de una confesión abierta, de una recapitulación profunda, de un análisis sincero de la propia vida del que lo cuenta, es más productivo presentarse abiertamente ante un “tú” al que dirigir el mensaje: el texto opta por el callado personaje del hijo al que la voz lírica se refiere, pero cualquier lector (o espectador, llegado el caso) puede sentirse directamente aludido por cuanto en el poema se nos representa. A fin de cuentas, “aunque vivamos un único / tiempo, somos distintas estaciones / bebemos la misma lluvia, comemos / el mismo humus, semejantes los pájaros / que nos anidan, o parecido color / el aire que avienta nuestras semillas.” Desde estos cercanos versos quedamos invitados a asomarnos a este corazón que, de par en par, se abre ante nosotros.
La breve primera estación nos presenta al narrador haciéndonos copartícipes (a su hijo, pero también a los oyentes), y desde el primer momento, de quién ha sido el impulsor que le ha conducido en sus pasos por la vida: “amor fue, sólo amor el alimento / simple y nutritivo que como padre / tuve muchas veces tan a la mano”. La segunda nos presenta a Pierre tras abandonar a sus padres (episodio sentimentalmente recreado) camino de Suecia (¡tan ponderada!) donde conocerá y quedará prendado de Magalona; se resume el torneo, el encuentro de los amantes y su posterior separación. Quedan para las otras dos el naufragio y el cautiverio de Pierres en Constantinopla y su definitiva vuelta (muy aligerada en el poema de Marino) y final feliz de la historia, con el precioso colofón que constituyen sus votos matrimoniales: “dejé tu nombre escrito / en todas las cortezas / salvaje de los árboles. / Para no perderme. Para perder / el dolor de pensar que cualquier día / pudiera yo olvidarte.” Se cierra el poema con el breve epilogo en el que el padre exhorta al hijo a no olvidar jamás quién fue su madre y cómo es ella la que vincula el sentimiento del amor casi como en una especie de profano panteísmo: “Acuérdate de tu madre, jamás / la pongas en olvido. Ten presente / que todo esto fue por ella, por ella / nos vivimos y sólo a ella le fue / dado el poder del amor / que los dioses concedieron con tanto tino.”
Asumido el rol dramático de una voz antigua (medieval o de otro tiempo) Marino sabe acompasar la dicción propia y acercarse a tonos y maneras propios del pasado. Un indudable deje arcaico –ideal, por otra parte, para la dramatización- se apodera de los versos, lo que no quiere decir, antes al contrario, que temas y puntos de vista trazados en su discurso suenen obsoletos. Lleguemos ya a la conclusión de que el mensaje que extraemos de este poema es el mensaje de la modernidad de asuntos y preocupaciones que jamás pueden pasar de moda: la expectativa de la aventura, el descubrimiento del amor, la superación de las adversidades, la culminación de los deseos, el gozo, en fin, de lo vivido y el anhelo sincerísimo de preparar a la generación siguiente para su propio perfeccionamiento –con la aspiración suprema de que el hijo no olvide jamás las raíces de quienes procede- todos son asuntos de siempre, todo esto es y será siempre de hoy.
La forma de lograr el éxito de lo que se propone este poema es la pulcra aleación de lírica y dramática que preside y guía su discurso; aun pensado para la declamación, en ningún momento suena hueca la sentida voz que nos conduce por su trayecto. Los cincelados versos que componen el poema apenas si enmascaran la notable asunción de muchas y variadas lecturas, y un oído que ha ido afinándose y curtiéndose con los recursos que la métrica pone a nuestro alcance y a los que sólo los mejor dotados saben sacarles un provecho completo. Por poner una simple muestra (y porque se está convirtiendo en “marca de la casa” su utilización) señalo, de entre muchos, el aprovechamiento de la necesaria pausa al final de cada verso, con lo que el poeta obtiene resultados ventajosos ante el abanico de posibilidades sintácticas (y también semánticas, por ende) que los encabalgamientos ofrecen. Del mismo modo, asistimos también en el desarrollo de la trama a una especie de condensada Historia de la literatura donde caben desde la lírica medieval, con sus topoi casi al completo, hasta un amplio y cervantino abanico novelesco que abarca desde novelas de cautiverio a caballerescas bien enmarcado todo en la estructura propia y reconocible de la novela bizantina.
Obviemos casi, para terminar, alusiones evidentes a la cuidadosa y atractiva presentación del objeto físico en sí del libro: una delicada maquetación que recupera elementos de los códices medievales: ricas miniaturas, estilizadas capitulares, páginas con vestigios casi de acuarela; una pasta dura que garantice su pervivencia con un subyugante verde oscuro que la arropa y dibujos que resucitan ese tono naif tan propio del medievo. Todo obra del mismo autor, por cierto, comprometido al completo con su obra tanto en el interior como en su envoltorio. Un por dentro y un por fuera que sabe conjugar, en su justa medida, la asunción de una tradición bien asumida con una peculiar y creativa puesta al día de mitos, historias y argumentos tradicionales pasados por el tamiz de un poeta profundamente sensible que logra dar, sin aspavientos, una inspirada vuelta de tuerca a una historia conocida hasta hacerla suya por completo y regalárnosla en este atractivo formato lírico y dramático al unísono. Esto es, ni más menos, La bella Magalona de Marino.
Enrique García Fuentes (Crítico literario)