Lo que tenemos hoy delante es el resultado de un encargo. Más de uno tuerce el gesto cuando se enfrenta a la realización artística porque otra persona, una institución o una circunstancia cualesquiera la sugiere, solicita o impone. ¡La sacrosanta libertad del artista rebajada al capricho o la exigencia de un mentor, mecenas o deudo que considera el producto del esfuerzo como especie de pago de su voluntad, requerimiento o afán! ¡Se remueven los instintos, se alteran las almas incoerciblemente libertarias de los artistas que se ven obligados a subordinar su ARTE (vayan las mayúsculas) al espurio precepto de un superior que reconducirá el indomeñable ingenio del creador por los designios, aceptables o no, de quien lo solicitó o impuso!… Pero el caso es que buena parte del conjunto de la Historia de la Literatura (y del Arte en general) llegó a nosotros por ese designio y hoy no podríamos mostrarnos más que entregadamente agradecidos.
Pero, además, este que hoy nos reúne es un encargo interesante, lleno de sentido, basado en la solidaridad, apartado de beneficios particulares: un compromiso al que ninguna persona de bien debiera sustraerse: se trataba, como el propio autor explicará después –entre otras cosas porque está mucho más informado que yo del asunto en cuestión- de ampliar, en la medida de lo posible, la cobertura del “Proyecto Red Natura 2000”, haciéndolo llegar a uno de los sectores a los que más directamente va dirigido, aunque no lo parezca dada la idiosincrasia del mismo: los alumnos de enseñanza secundaria y bachillerato que son, por si alguien no se había dado cuenta, los depositarios actuales de un proyecto que tendrá que ir cuajando y creciendo en la medida misma en que lo vayan haciendo ellos, con lo que, en el fondo, era insoslayable contar con su aquiescencia. Pero previamente a conseguirla es lógico pensar en un necesario proceso de adaptación y ajuste; dicho de otro modo, que este sector obtuviera información sobre de qué va el asunto y accediera a ella de una forma amena que, al tiempo que los distrae, los educa, conciencia y prepara para la asunción de tan imprescindible proyecto.
Será el propio autor el que explique en un momento por qué esta The tempest que hoy nos reúne es el jugoso fruto que ha producido ese encargo, ese acuerdo, si la palabra os parece más amable, ese contrato, si sois de los que gustan llamar a las cosas por su nombre, así se levante un sarpullido o un escalofrío nos recorra. Si opta por no hacerlo, en el prólogo de la edición se cuenta prolijamente. Yo estoy aquí para hablar de ese fruto, en ningún modo de su gestación, ni de las circunstancias de su siembra. Y voy a poner de relieve lo que me gusta de este fruto: ante todo, que por su nombre mismo recuerde a otros de su especie, pero por su sabor nos sitúe en una variedad insospechada a la que nuestras papilas gustativas acceden conscientes de su naturaleza dispareja.
Y también voy a decir lo que no me gusta; y eso, además, lo voy a decir antes que nada. Vaya por delante mi absoluto desconocimiento del mundillo editorial, de los trasuntos referidos a derechos de autor y a la variopinta semántica de términos como “versión”, “adaptación”, “traducción” (bueno, quizá este sea más claro), “pastiche” –con su deje afrancesado-, “imitación” (con su carga “peyorativilla”) y ese tan de moda en el amable mundo de los autores consagrados, que tanto se repite y usa, y que denominamos “plagio”. En fin, este último, evidentemente, no tiene cabida aquí. Con buenas razones supongo que el autor también ira desestimando casi todos los demás hasta quedarse con el que considere más preciso, pero desde mi bisoñez nada impostada me atrevo a preguntar (y en la pregunta va inherente la queja) ¿por qué no haber puesto como título simple y llanamente La tempestad –que no todos llevamos el inglés, como nuestro autor, en el ADN- y arriba o debajo Marino González Montero, entendiendo como tal y sin alharacas el autor, autor (repito) del libro? ¿Es que a lo largo de la historia no ha habido libros que han compartido título? Y ya puestos, y sin desvelar el asunto, que a estas alturas todo el mundo está al cabo de la calle, ¿y qué si hay relaciones evidentes con la obra de Shakespeare?, ¿son tantas y tan importantes? Quien no conoce la obra del “Cisne de Avon” no va a darse ni por aludido, y el especialista consumado en la inmarcesible obra del gran bardo inglés se percatará en seguida de que, salvo los nombres de los protagonistas y un levísimo seguimiento de la trama de la última obra del autor isabelino, TODO lo que aparece en este libro que tanto nos ha entretenido, y tanto distraerá cuando suba a su natural hábitat de las tablas del teatro, es del autor que hoy nos acompaña. Así que fuera dudas y miedos y adelante con esta “variación”, que tal el modo musical a mí me gusta considerar lo que Marino ha hecho, pues arrancando de algo ya compuesto, lo reinterpreta y conduce, podándolo al tiempo que le injerta los brotes que su nativo ingenio sabe aportar para legarnos una obra completamente nueva, arraigada y sostenible, natural y fresca, pero con la artificiosidad justa que da el respeto de quien se emula sin pretender otra cosa que cumplir con creces un encargo tan sutil como bienintencionado.
Bien puede calmarse el público asistente pues no entra en el cometido de quien os habla someter The tempest a un estudio comparado con la obra original que la inspira: ni tiene sentido, ni goza de la menor importancia. Sí me merece la pena avisar de lo obvio: Marino moldea la masa madre del texto shakesperiano, pero para ofrecer un producto completamente distinto, aunque los ingredientes sean básicamente los mismos. Les ahorro a eruditos y puristas el trabajo de señalar que nuestro autor reduce los actos originales y agiliza la acción (quizá convenga no olvidar quién es el destinatario último de este texto teatral); es cierto que, por ejemplo, Marino escamotea toda la acción del barco al inicio de la obra y aligera sobremanera el ya de por sí rápido proceso de enamoramiento de la pareja principal, pero es que hay que entrar pronto en materia y dar raudos a conocer los elementos a favor que tenía inherentes la obra de Shakespeare como para atrapar rápidamente la atención del público. Lo pone en boca del Corego al comienzo mismo de la acción:
“os daréis de bruces con una historia de amor; pues no hay obra que se precie de serlo que no dé pábulo a las inclinaciones de Eros; que, desde antiguo, hemos venido en decir que mueven el mundo. Tiene esta pieza también lo que podríamos llamar su tinte trágico. No podría ser de otro modo. Hablar de un príncipe destronado y su posterior destierro a manos de su propio hermano, de magia negra, de las envidias de la corte, de coup d’État, de tentativas de magnicidio, rencillas y odios irreconciliables es hablar de la cotidianeidad de los hombres.”
El gran acierto de nuestro autor consiste en domeñar el texto original, arreglarlo (en el sentido musical también) para que, sin perder el ritmo, pudiera alterarse la melodía sin que la armonía total se resintiese. Y lo logra; sin coerciones ni violencias, Marino reconduce, aparentemente sin esfuerzo, la trama de la obra (que, insisto una vez más, no se altera en sus líneas más básicas) haciéndola incardinarse plenamente en el objetivo que guiaba su creación, su recreación: el respeto a la tierra, la obligación de cuidarla y enriquecerla y poder legarla a nuestros hijos. De nuevo el Corego, con curioso e ilustrativo juego de palabras, lo avisa en los prolegómenos de nuestra comedia, que, básicamente, es
“una alegoría sobre los empeños de algunos hombres en la defensa de la Naturaleza en general y de los espacios -aquí isla ignota- protegidos en particular. Sería nuestro deseo que la savia que obtuvieseis de nuestro trabajo no fuera otra que aquella que proclama que no se puede ir contra Natura. 2000 veces dos mil os hablaríamos de los beneficios que la Tierra nos procura. Y así deberíamos transmitírselo a nuestros sufridos infantes; a saber: el orgullo de un pueblo por estar en posesión de los valores naturales que como humanos se nos suponen, por ser parte componente y activa, como eslabón de la cadena donde al hombre no le queda otra postura que la de la responsabilidad por el tesoro que nos ha sido legado.”
Desde esta premisa, el planteamiento de la obra, la trama en sí, se articulará a presentar el curso de la misma como el resultado de la preocupación fundamental de la salvaguarda de la tierra, y esto encaja perfectamente sin necesidad de violentar la peripecia. De este modo, no nos chirría que la mayor parte de los parlamentos cruciales se centren en ello y pospongan, o sitúen en un visible –y apreciable- segundo plano, los contenidos iniciales que interesaban a Shakespeare. Respecto a la historia amorosa central, aquí interesa destacar, por ejemplo, la ejemplar actitud de Fernando al acatar el mandato de Próspero de trabajar la tierra:
“PRÓSPERO: (A Ariel.) En verdad parece sincero este amor que se profesan.
ARIEL: A mí lo que me sorprende sobremanera es lo bien que se ha adaptado al trabajo del campo.
PRÓSPERO: El trabajo dignifica. Y la correntía del amor es tan fiera que mueve la más pesada rueda de molino.”
Lo que conduce al protagonista a cambiar su original propósito de venganza por otro mucho más acorde con lo que en la versión que tenemos se predica:
“quisiera decirte que alimenté durante años la alimaña de la venganza. Que creció y creció hasta convertirse en monstruo execrable. Pero debo confesar que, llegada esta hora, parece convertirse en minúsculo ser exánime en mi pecho. Y que, cosa de magia parece, lo mismo que disfruto viendo crecer lentamente la hierba, ahora sólo deseo ver crecer los frutos de vuestras semillas. Tornose verano lo que invierno todo me parecía. Así que, tiempo es de recoger las mieses y olvidarse de pedrizos y tormentas.”
En justa medida, esa dedicación ponderada por Próspero, a la altura del inmenso amor que se profesan, será clave para la decisión final que, libre y abiertamente, adoptan los enamorados:
“MIRANDA: Pues hemos pensado quedarnos a vivir para siempre en esta isla.
FERNANDO: Renunciar a las riquezas que nos esperan en Nápoles y Milán y alimentarnos de los frutos que el amor y esta tierra nos proporcionen.”
Por cuanto se refiere a todo el entramado de la posibilidad de comenzar de nuevo en esa isla ignota a la que la catástrofe les ha conducido, Marino adoba especialmente la idea de respeto a la tierra acendrando el ya de por sí intachable discurso de Gonzalo en la versión primera:
“La naturaleza produciría de todo para todos sin sudor ni esfuerzo. Traición, felonía, espada, lanza, puñal o máquinas de guerra yo las prohibiría: la naturaleza nos daría en abundancia sus frutos para alimentar a mi pueblo inocente.”
que se convierte ahora en un vibrante alegato que no deberá pasar desapercibido para lectores y espectadores, dada la inherente fuerza que expele por cada uno de sus poros,
GONZALO: ¡La tierra! La tierra es principio y fin. De ella venimos y a ella regresamos. La tierra nos regala el estómago y la vista. La naturaleza es patria y reina y a ella le toca gobernarnos. (…) Natura es realmente quien debería impartir justicia. Sabemos de sus dictados por las estaciones. Nos manda a sus alguaciles cada día en forma de vientos, tempestades y aguaceros. Muestra su ira o su piedad para con nosotros a través del rayo o el día soleado. (…) ¿Os dais cuenta que todo eso sería posible aquí y ahora en esta tierra virgen e ignota? ¿Podéis imaginar siquiera lo que significaría olvidar todas nuestras costumbres? Empezar de nuevo, como si nuestros primeros padres nunca hubieran sido expulsados del Paraíso.”
Y mucho más especialmente cuando, acertadamente, enhebra la conservación y cuidado de la tierra con la atención y el respeto a la mujer:
“Abolido el estado, a las mujeres les sería dado el privilegio del mando (…) Puesto que damos por cierto que ellas nos procuran el nacimiento a la vida así como el primer sustento, puesto que los dioses decidieron que de ellas todos fuéramos el fruto y manara la leche, ¿cómo hemos podido los hombres arrebatarles el derecho que, por natura, sólo a las mujeres corresponde?”
clamando por las veces que ambos derechos han sido vulnerados:
“Maltratamos la tierra desde tiempo inmemorial como maltratamos a las mujeres. Todavía no hemos aprendido a escuchar sus gemidos de dolor, sus negativas. La golpeamos, la arañamos con nuestros arados, talamos sus árboles a capricho nuestro, quemamos sus bosques para seguir arando. La resecamos o alagamos según nuestra propia conveniencia. Ella, por contra, siempre está dispuesta a cuidarnos. Nos da cobijo, sombra, alimento y belleza. Nos cura las heridas y en todo momento se presta a escucharnos. ANTONIO: ¿Pero hablas de Natura o de tu propia madre? GONZALO: La misma cosa son. Y el mismo respeto deberíais mostrarle.”
Por todo ello no nos extraña el adecuado cambio que se produce a la conclusión de la obra; Marino lo altera de forma plenamente consecuente con lo que ha venido contando en su texto. Por eso, asumimos plenamente que Próspero, quien, en palabras de Calibán “llegó a esta isla y se hizo dueño de todo. Le dio por cultivar la tierra. Esta tierra que nunca dio nada sino maleza” y que se empeñó, como la deforme criatura rememora, en inculcarle
“cosas como que se puede sacar el sustento de la naturaleza sin causarle daño alguno. Hablaba -y habla- de ella como de una diosa. Que tiene poderes. Que si la maltratas, ella se enoja contigo. Que te devuelve réditos con sólo observarla”
sea consecuente con esa filosofía que ha llevado y transmitido y decida no regresar a su Nápoles y permanecer en ese nuevo paraíso en que ha convertido a la isla,
“Vine a esta isla cargado de rencor y huyendo de la podredumbre de los hombres. Aquí hallé la templanza de ánimo, la riqueza y el beneplácito de la Naturaleza. Natura me dio lo que nunca encontré en los cofres de los palacios: el tesoro de la Tierra, que satisface más plenamente que cualquier alhaja imaginable. Y cuidaré de ella del mismo modo que yo he sido cuidado. (…) Envejeceré en este lugar junto a mis hijos. Nunca hubo un hombre más bien hallado.”
Para todo ello, insisto, no era necesario un pleno conocimiento de la obra de Shakespeare. Al lector, al espectador, le quedará la fuerza de este alegato; la honestidad, la coherencia que trama y personajes demuestran. Y, aparte de disfrutar de un espectáculo, y un texto, íntegro y sostenible, podrán permeabilizarse a la imprescindible necesidad de responder a la angustiosa llamada de la preservación del mundo en que vivimos y contribuir a su sostén alimentados con el esfuerzo que esta ejemplar obra derrocha.
(Leído por Enrique García Fuentes en la presentación del libro en la Feria del Libro de Mérida el 3 de junio de 2016)